lunes, 27 de junio de 2011

Casillas, un portero con "suerte" (I)

“Suerte es lo que sucede cuando la preparación y la oportunidad se encuentran y se fusionan”. Se trata de una cita de Voltaire, uno de los principales representantes de la Ilustración francesa del siglo XVIII. Y es una frase que se puede aplicar a prácticamente todas las circunstancias de la vida y, sobre todo, en el mundo del fútbol, a los porteros. Y uno de los casos más paradigmáticos es el que a día de hoy muchos consideran el “mejor portero del mundo”, Iker Casillas. 

El cancerbero nacido en Móstoles cuenta con un palmarés excepcional (un Mundial absoluto, un Mundial sub-20, una Eurocopa, un Europeo sub-15, un Europeo sub-16, dos Copas de Europa, dos Copas Intercontinentales, una Supercopa de Europa, cuatro ligas españolas, tres Supercopas de España y una Copa del Rey). Sin embargo, para conseguir tales éxitos ha tenido que pasar por una serie de circunstancias peculiares, en las que su preparación permitió que aprovechara con eficacia sus oportunidades. 

En el verano de 1997 se disputaba en Alemania el Europeo sub-16, en el que España llegó a la final contra Austria. El empate a cero mandó el título a los penaltis, donde por primera vez, aún siendo todavía un niño imberbe, se erigió la figura de Iker, que era el más pequeño del equipo con sólo 15 años. Paró el último lanzamiento de la tanda y dio el título a su selección. Esa parada y su buena actuación hicieron que los técnicos de su club se fijaran más si cabe en él. Tanto que con sólo 15 años, en ese mismo 1997, Jupp Heynckes le convocó por delante del resto de porteros del filial para un partido de Liga de Campeones en Noruega contra el Rosenborg por las lesiones de Illgner y Contreras. No debutó, pero curiosamente fue el suplente de Cañizares en aquella ocasión, con quien también se cruzaría en una de esas situaciones claves para el devenir de su carrera. Aquellas dos lesiones le permitieron ir entrando en la primera plantilla del equipo, a la espera de una oportunidad que no dejaría escapar.  

En Nigeria, en el verano de 1999, conseguiría un nuevo hito. España se proclamaba por primera vez campeona del mundo de fútbol, aunque fuera en la categoría sub-20. Y Casillas formaba parte de aquel plantel. Sin embargo, no era el guardameta titular. Daniel Aranzubia era el titular, e Iker tan sólo jugó dos partidos, ante Honduras (3-1) y Ghana (1-1). Pero contra los africanos, en cuartos de final, volvió a ser clave. Se convirtió de nuevo en héroe al detener el penalti decisivo a Blay en la tanda que les enviaba a semifinales (aquella parada sólo pudo ser oída por televisión puesto que segundos antes se fue la imagen de Televisión Española por problemas técnicos). Una vez más, la “suerte” se alió con el de Móstoles, que pese a que no era el habitual en la portería española, justamente disputó el encuentro más importante para que se fijaran en el portero, sobre todo teniendo en cuenta que la final se ganó por 4-0 a Japón. Demostraba así su preparación en los momentos claves. Ya se adivinaba el futuro de un gran portero, y en la casa madridista ya parecía que estaban dispuestos a darle su gran ocasión en cuanto fuera oportuno.

viernes, 24 de junio de 2011

Cancerberos


Cuenta la mitología griega que las puertas del Hades las guarda Cerbero (Kérberos, en griego), un perro con tres cabezas y con una serpiente en lugar de cola. Con un aspecto fiero, tal y como lo representa Dante en La Divina Comedia, se encarga de que los muertos no puedan salir del infierno y de que los vivos no entren en él. Del mismo modo que el can Cerbero defiende su puerta, hacen lo mismo los porteros con sus porterías, de ahí que hayan recibido el sobrenombre de “cancerberos”, aunque últimamente este sinónimo parezca en desuso.

Cuando escucho la palabra cancerbero me vienen a la cabeza imágenes en blanco y negro, de cuando los guardametas vestían habitualmente oscuro, al estilo de Lev Yashin, la mítica “araña negra”. Con un semblante serio y una figura adusta, trataban de imponerse y ahuyentar a los rivales que querían marcarle un gol, tal cual hacía Cerbero con los intrépidos humanos que trataban de pasar vivos la frontera con el Hades. De esta guisa lucían Zamora, Iribar, Ramallets, Eizaguirre, Pesudo o Betancort. Poco a poco fueron cambiando las costumbres y, sobre todo con fines comerciales, los equipajes de los porteros comenzaron a ser más coloridos, perdiendo esa esencia de intimidación que mantenían los tonos oscuros. 


Pero aún así, su equipaje es distinto al de sus compañeros. Porque son únicos en el campo. Son distintos al resto y, por supuesto, tienen una mentalidad distinta a la del resto de jugadores. Y es que, cada uno de los balones que se dirigen hacia ellos es clave. Un simple error suyo marcaría con casi toda seguridad el devenir del partido. Si lo hace bien, pocos se acordarán… mientras que si falla, muchos tendrán su nombre en su boca y se convertirá en objeto de mofa del rival.  

Esa es la soledad del portero. La de quien pocas veces puede celebrar los goles con sus compañeros por la lejanía de la portería contraria. La de quien mientras juega sólo recuerda que la faena siempre está pendiente hasta el pitido final, porque el peligro puede llegar en cualquier segundo. La de quien se siente impotente de no poder ayudar a su equipo a marcar un gol cuando se va por detrás en el marcador. La de quien tiene mucho tiempo para pensar durante el partido en silencio. La de quien sabe que el lanzamiento de la próxima falta en contra podría resultar fatal si tan sólo diera un paso en falso. La de quien se encuentra en el extremo del terreno de juego con la afición contraria detrás socavándole a insultos y demás artimañas para intentar distraerlo. 

Una soledad que se transforma en valentía. La de quien se enfrenta con sangre fría a una columna de delanteros sabiendo que lleva todas las de perder. La de quien es capaz de convertir en pequeños los 7,32 x 2,44 metros que mide la portería en un penalti. La de a quien no le importa el dolor de la caída o del impacto del balón para impedir el gol. La de quien sabe que un golpe sólo dolerá un par de días, mientras que una derrota escocerá para siempre.

Una valentía que se convierte en competitividad. La de quien se deja la garganta para dirigir a su defensa. La de quien se siente el general que ordena a su escuadrón ante los violentos envites de su oponente. La de a quien le duele encajar un gol aunque vaya ganando por cinco goles de diferencia. La de quien lanza no sólo sus brazos sino también su alma para llegar a ese disparo con una estirada que puede valer la victoria.