En el terreno de juego hay muchos jugadores, pero sólo un portero por equipo. Son especiales, muchas veces se dice que están "locos", pero tienen una forma de ver el fútbol muy particular respecto al resto. Son los cancerberos.
Se dice que la salsa del fútbol es el gol. Es el objetivo del juego.
Pero hay una sensación que supera el haber marcado un gol. Y esa es
parar un penalti. En esa lucha el portero parte con desventaja. Es un
disparo, uno contra uno, a once metros de la portería, cuyos 7,32 x
2,44 metros trata de cubrir el cancerbero. Por algo se le llama la pena
máxima. Cuando se va a lanzar el penalti surgen los nubarrones oscuros
sobre el equipo que lo recibe, que pone toda su fe en su guardameta. Si
lo detiene, la amenaza de tormenta no sólo se diluye, sino que se
transforma en un día radiante de sol. Ha pasado el mayor peligro de
todos, en el que se daba por hecho el gol del rival. Si todo
ello ocurre en la tanda de penaltis decisiva de la final de la Copa de
Europa, el momento puede ser brillante. Pero si, además, ocurre en los
cuatro lanzamientos de tu rival, es algo sublime. Eso hizo Helmut
Duckadam, el portero del Steaua Bucarest rumano en 1986, una actuación sublime. Detuvo todos los penaltis que le lanzaron los jugadores del FC
Barcelona, y le valió para conseguir el título más deseado del
continente. Aquella final se jugaba en Sevilla, y el FC
Barcelona era el completo favorito. El conjunto catalán no había ganado
nunca el cetro continental, era una oportunidad de oro y la mayor parte
del estadio Ramón Sánchez Pizjuán estaba cubierta por aficionados
culés. El Steaua Bucarest parecía un simple invitado. Era un conjunto
de una liga menor, que se consideraba que había llegado hasta ahí por
una racha de resultados positivos ante equipos menores como el Vejle
danés, el Kispest Honved húngaro y el Lahti finés, y una buena
eliminatoria ante el Anderlecht belga. No obstante, contaba con
futbolistas que posteriormente recalaron en España como Belodedici
(Valencia, Valladolid, Villarreal), Lacatus (Oviedo) o Balint (Burgos),
y por supuesto, con la gran estrella de la noche, Duckadam.
Después
de un partido soporífero que acabó en empate a cero, se llegó a la tanda, fatídica para los catalanes. Urruti, el portero del Barcelona,
detuvo el primer lanzamiento de los rumanos, de Majaru. La grada rugió.
Los blaugrana se las prometían muy felices, se veían casi campeones.
Pero Duckadam, en el siguiente lanzamiento de Alexanco, le adivinó su
intención, y rechazó su disparo a su derecha y a media altura. Urruti
paró también el segundo penalti del Steaua, a Boloni. Parecía que la
final era del Barça. Y apareció de nuevo Duckadam, que por el mismo
costado se lo paró a Pedraza. A partir de ahí el estadio quedó en
silencio. Lacatus reventó el balón para adelantar al Steaua, y
Duckadam, casi de manera idéntica que en los otros dos penaltis,
también se lo paró a Pichi Alonso. Urruti no pudo seguir el ritmo, y
Balint hizo el dos a cero. Si Duckadam obraba la proeza de detener el
cuarto del Barcelona, la Copa de Europa marcharía por primera vez (y
hasta ahora la única) a la tierra de Drácula. Lanzó Marcos, al lado
contrario que sus tres compañeros, pero hasta allí también llegaba
Duckadam. Los gritos de alborozo de los jugadores rumanos y, sobre
todo, de su portero, rompían el silencio de la grada y destrozaban el
sueño de los miles de barcelonistas desplazados hasta Sevilla.
Fue
la noche de gloria de Duckadam, que no pudo continuar sus éxitos. Unas
extrañas circunstancias privaron al portero de continuar creciendo en
su carrera, con tan sólo 27 años. La versión oficial habla de una
trombosis en su brazo derecho que le apartó momentáneamente del fútbol.
La extraoficial cuenta que el hijo del dictador Ceaucescu mandó destrozarle
los dedos de ambas manos por no querer entregarle el Mercedes que
presuntamente le había regalado el presidente del Real Madrid, Ramón
Mendoza, por impedir al FC Barcelona ser el campeón de Europa. Pero
nunca le pudieron robar la gloria de aquella noche sevillana del 7 de
mayo de 1986.
Cuando hablamos de porteros, solemos calificar de “heroicidades” a
penaltis parados, rechazos a bocajarro o actuaciones espectaculares.
Sin embargo, esta definición realmente carece de sentido, pues el
fútbol tan sólo es un juego en el que se gana o se pierde. Como bien
dijo el entrenador italiano Arrigo Sacchi, “el fútbol es la cosa más
importante de las cosas menos importantes”. Pero el que fue portero del
Sporting, Jesús Castro, sí que fue un héroe de verdad, de los que hizo algo realmente importante. Un niño inglés y el mar dieron buena cuenta
de ello. Jesús Castro era el hermano de Quini, gran goleador de
los años 70 y 80 en el Sporting de Gijón, el FC Barcelona y la
selección española. Llegó a disputar 13 temporadas en Primera División como cancerbero del Sporting,
fue dos veces subcampeón de Copa y estuvo a punto de ser campeón de
liga con el equipo asturiano. Pero el partido más importante de su vida
le llegó mucho más tarde.
Nueve años después de retirarse, el
26 de julio de 1993, Jesús disfrutaba de un día plácido con su familia
en la playa de Pechón, en Cantabria. Desde la orilla, divisó los
aspavientos de varios brazos en el agua. Vio que alguien corría peligro
y no lo dudó un instante, acudió en su búsqueda. Se trataba de un niño
inglés al que la corriente le había sorprendido. Consiguió salvarle la
vida. Pero su heroicidad pagó un precio muy alto. Mientras se
completaba la operación de rescate del pequeño, él seguía en el agua.
Nadie se dio cuenta de que estaba agotado, y el mar acabó llevándose su
vida por delante, a sus 42 años. Ahora, 18 veranos después de
aquella hazaña, un joven británico puede disfrutar de su juventud
gracias a la valentía de Jesús Castro, que acabó dando su vida por la
de un desconocido. Aquella sí fue una gesta digna de quedar en los
anales de la historia del fútbol. Descanse en paz.
Eran los octavos de final del Mundial de Italia en 1990. Colombia se enfrentaba a Camerún, y partía como favorita para meterse en cuartos
ante el conjunto africano. El equipo cafetero venía sorprendiendo con
un fútbol atractivo, con el que había conseguido empatar a la República
Federal Alemana, a la postre campeona, en un encuentro épico para
clasificarse en la fase de grupos. Y uno de los ejes de aquella
Colombia era su portero René Higuita. Pero precisamente en aquel
partido… erró estrepitosamente. Por aquel entonces, Higuita,
con 23 años tan solo, destacaba en el fútbol sudamericano. Con él en la
portería, el Atlético Nacional había logrado en 1989 la primera Copa
Libertadores para un equipo colombiano. Es más, la ganó en los
penaltis, con Higuita de protagonista. La temporada siguiente, en la
Copa Intercontinental, obró una actuación prodigiosa manteniendo a su
equipo con vida hasta el último minuto de la prórroga ante el
todopoderoso Milan de Arrigo Sacchi, que le hizo abrir los ojos a los
equipos europeos. Sin embargo, sus buenas actuaciones bajo palos tenían
un pero muy grande: sus excentricidades. Era tan capaz de parar una
pena máxima decisiva como de salir fuera del área con el balón en los
pies e intentar regatear a un rival. En ocasiones, era una habilidad
para salir con el balón jugado desde atrás; en otras, una temeridad que
podía tener resultados funestos.
Aquella cita en el estadio de
San Paolo de Nápoles era una oportunidad histórica para Colombia. Pero
el orden defensivo camerunés consiguió maniatar a una selección que
contaba con jugadores talentosos como Valderrama, Freddy Rincón o
Leonel Álvarez. Llegó la segunda parte de la prórroga y Camerún ya
ganaba por uno a cero. Entonces, en el minuto tres, llegó la jugada
maldita. Higuita y el defensa Perea iniciaban la jugada fuera del área.
El veterano delantero Roger Milla se acercó a presionar a Perea, éste
le pasó el balón a Higuita, que intentó regatear al camerunés para
seguir con el control del esférico. Pero esta vez no lo consiguió.
Milla le robó el balón y marcó el segundo en su cuenta particular que
prácticamente sentenciaba el encuentro. Los colombianos aún recortaron
distancias con un gol de Redín, que sólo sirvió para estigmatizar aún
más el fallo de Higuita, puesto que sin él habrían conseguido empatar.
Su
seleccionador Pacho Maturana lo defendió y le siguió otorgando su
confianza. Pero esa temeridad provocó que ningún grande europeo se
fijara en él, en un tiempo en el que las plazas de extranjeros en las
plantillas europeas estaban muy limitadas. Fichó por el Valladolid,
pero sus actuaciones no fueron afortunadas y volvió a su país a mitad
de temporada. Aquella jugada fue un reflejo evidente de que no
era un portero convencional. Sus excentricidades se sucedieron durante
el resto de su carrera. Reconoció que mantenía una relación de amistad
con el narcotraficante Pablo Escobar y le visitó en la cárcel. Estuvo
más de seis meses entre rejas por mediar en la liberación de un
secuestro, perdiéndose así el Mundial de Estados Unidos de 1994. Dio
positivo en un control de dopaje por cocaína. Participó en un reality
show en la televisión de su país. Y recientemente dijo que se
presentaría a la alcaldía de Guarne, donde reside. Pero para
los románticos futboleros, dos detalles. Es el tercer cancerbero que
más goles ha marcado en la historia en partidos oficiales, con 44. Y,
por supuesto, la que para muchos es la jugada más espectacular
de la historia: la parada del “escorpión”, en Wembley en un amistoso
ante Inglaterra. Un detalle nimio, el propio Higuita reconoció tiempo
más tarde que pensaba que la jugada estaba anulada por fuera de juego.
Tal vez, aquel día no quería ser tan temerario.
¿Sabían que en los albores del fútbol moderno no había porteros? No
fue hasta 1871 cuando aparecieron por primera vez en el reglamento. Y
es que anteriormente nadie podía tratar de impedir el gol con las
manos. Hasta ese momento no se contempló la posibilidad de que hubiera
alguien predeterminado en el terreno de juego para defender la
portería. Desde que se creara, la figura del portero ha sufrido
distintos cambios en cuanto a sus funciones. Así, en 1878 comenzó a
permitirse que pudieran tocar el balón con la mano también fuera del
área. No fue hasta 1912 cuando se impidió de nuevo, ya que les permitía
tener mucha ventaja respecto al resto de jugadores. A partir de
entonces ya podemos imaginarnos a los cancerberos más o menos como son
ahora. Aunque, evidentemente, la técnica ha ido perfeccionándose a
medida que el juego ha ido evolucionando.
En su origen, estos
cancerberos se caracterizaron por vivir “bajo palos”. Respondían a un
tipo de guardamenta que básicamente defendía el arco en la línea de gol
y que apenas se hacían responsables del juego si el balón no se
acercaba a la portería. Fue a finales de los 50 y comienzos de los 60
cuando se comenzó a modernizar la técnica del portero, y fue el
soviético Lev Yashin quien protagonizó tal cambio. Así, “la araña
negra” utilizó su envergadura para comenzar a dominar toda el área,
sobre todo el juego aéreo. Ya en los años 70 surgió de la escuela argentina de arqueros el
“Pato” Fillol. El célebre guardameta argentino fue el reflejo de una
generación que dio un paso adelante, y no sólo figurado. Empezaron a
jugar ligeramente más adelantados. Provocaron que los atacantes
tuvieran menos ángulo para disparar y también consiguieron mejorar en
el uno contra uno, ya que le daban menos tiempo y espacio al delantero
para rematar.
En cuanto al juego con los pies de los porteros,
hay tres momentos claves. El primero se da en la década de los 40,
cuando Barbosa, el malogrado cancerbero de Brasil, comenzó a sacar de
puerta, ganando un jugador en el campo al iniciarse el juego. A
continuación, el adelantamiento en la colocación propiciado por la
escuela argentina en los 70 provocó que los porteros salieran fuera del
área y se vieran obligados a manejar el balón con cierto criterio.
El
gran paso se dio en la década de los 90, con la introducción de la
norma de la cesión. Esta regla impide que los guardametas puedan coger
el balón con la mano cuando un compañero suyo se lo cede
voluntariamente con el pie, aunque se encuentre dentro del área. De
este modo, los porteros ya tenían la obligación de tener un buen
dominio de la pelota con el pie. El paradigma de esta nueva faceta
podemos encontrarlo actualmente en Víctor Valdés, el portero del FC
Barcelona, un equipo cuyo estilo de juego obliga a no rifar el balón, y
a sacarlo jugado desde la propia portería.
Este fin de semana las selecciones de Argentina y Brasil cayeron
eliminadas en los cuartos de final de la Copa América. Los que deberían
haber sido los partidos de Messi, Higuaín, Neymar o Robinho, se
convirtieron en las hazañas de Fernando Muslera y Justo Villar,
porteros de Uruguay y Paraguay, que fueron determinantes para dar el
pase a los suyos. Tanto Muslera como Villar hicieron dos partidos
excelentes, y no sólo en los 90 minutos de rigor, sino también en sus
respectivas prórrogas. Y, por supuesto, en los decisivos penaltis. El
uruguayo, que la pasada temporada jugó en el Lazio pero que ya ha
fichado por el Galatasaray turco, consiguió mantener a raya las
intentonas de una delantera cuyos nombres dan pavor a la defensa
contraria: Messi, Higuaín, Tévez, Agüero, Di María, Pastore… No pudo
hacer nada en el gol que encajó, obra de Higuaín, pero éste no fue
suficiente para mandar a los charrúas a casa puesto que Diego Pérez los
había puesto por delante. Su actuación le valió para que la prensa lo
considerase el “héroe de Uruguay”.
Por su parte, Justo Villar
se convirtió en un auténtico muro para la línea ofensiva brasileña.
Tanto destacó que alguno de sus compañeros señaló después que el
cancerbero guaraní era “una leyenda”. Dentro de un planteamiento
conservador de su técnico, Tata Martino, desbarató una y otra vez las
ocasiones de Robinho, Neymar, Lucio y compañía. Con la colaboración de
sus defensas, que sacaron el balón de la línea de gol en dos ocasiones,
y de los postes, llegó a desesperar a los cariocas, que no lograron ver
puerta ni en el partido, ni en la prórroga, ni en la tanda de penaltis.
Aún así, sus exhibiciones tuvieron un momento clave y decisivo,
sin el cual no hubieran servido de nada: los penaltis. Ambos se
encontraban calientes y más metidos en el partido que sus rivales. Los
cancerberos de Argentina y Brasil, Romero y Julio César, apenas habían
tenido que aparecer en sus encuentros. El hecho de haber tenido que
mantenerse activos durante todo el partido por las acometidas rivales
les hizo estar más concentrados y preparados.
De maneras muy
diferentes obraron sus milagros. Los argentinos comenzaron bien en sus
lanzamientos, pero Muslera aprovechó el desliz de Tévez. Sus compañeros
de la celeste no erraron y dejaron en la cuneta a Argentina en su
propio país, emulando el mítico “Maracanazo” a Brasil que justo se
había producido 61 años antes. Mientras tanto, Villar ya les había
comido la moral a los brasileños, que no encontraron el hueco ni para
marcar un penalti. Fallaron los cuatro; tres los mandaron fuera, y en
el otro, el paraguayo adivinó la intención de Thiago Silva. Ni
Brasil ni Argentina, los grandes favoritos, estarán en las semifinales
de la Copa América. Esto supone un nuevo rumbo en la cita sudamericana. Y el mérito, que no la culpa, la tuvieron dos
porteros que no suelen acaparar las portadas: Fernando Muslera y Justo
Villar.
Hace hoy 61 años se produjo el famoso “Maracanazo” del Mundial de Brasil de 1950. En aquella ocasión, el título no se decidía en una final, sino en una liguilla entre cuatro equipos, pero el último partido, en aquel 16 de julio, entre Brasil y Uruguay, era el definitivo que dictaba sentencia. Con un país entero volcado a sus espaldas, con casi 200.000 personas en el estadio de Maracaná, con un favoritismo absoluto por las goleadas con las que llegaba a aquel encuentro, Brasil no podía dejar escapar un torneo que ganaría con sólo un empate. Pero una jugada fatal le arrebató el título en favor de Uruguay… y dejaría marcado para siempre a su portero, Moacir Barbosa. Corría el minuto 83, el marcador era de empate a uno. El uruguayo Ghiggia se había zafado de su defensor y se adentraba en el área por la banda derecha. Barbosa intuyó que iba a centrar, tal y como había hecho en el gol del empate, y dio un paso a su derecha para interceptar el pase. Pero Ghiggia lanzó a gol, por el primer palo, y pese a la reacción de Barbosa, que llegó a tocar el esférico, éste acabó en el fondo de las mallas. Maracaná quedó en silencio. La tragedia se consumaba y Brasil, que había goleado 4-0 a México, 2-0 a Yugoslavia, 7-1 a Suecia y 6-1 a España, y tan sólo había cedido un empate con Suiza (2-2), perdía en casa su Mundial. Tal fue la magnitud del drama para la sociedad brasileña que se llegaron a contabilizar numerosos suicidios de aficionados cariocas. Y todos los dedos apuntaron a un culpable: el portero Barbosa.
Sin embargo, hasta el momento, las crónicas señalaban a Barbosa como un gran cancerbero. De hecho, fue nombrado, pese a aquella jugada, el mejor portero del torneo. Además, su dilatada carrera guarda otras peculiaridades, como que fue el primer guardameta negro de la selección brasileña o que fue el primero en sacar con el pie de portería. Además, en su palmarés aparecen cinco torneos Estaduales (campeonatos del país) y un Campeonato Sudamericano de Campeones (antecedente de la Copa Libertadores). Pero, pese a su magnífica trayectoria, nunca le perdonaron aquel mal trance.
Ya habían pasado 44 años de aquel partido, en 1994, y Barbosa se disponía a visitar a la concentración carioca previa al Mundial de Estados Unidos. Pero le prohibieron la entrada con estas palabras: “Llévense lejos a este hombre, que sólo trae mala suerte”. A Barbosa no le quedó otra opción que resignarse: “La pena más alta en mi país por cometer un crimen es de 30 años. Yo llevo 45 pagando por un delito que no cometí”, recordó. El 8 de abril de 2000 falleció a los 79 años de edad, sumido en la pobreza después de pasar los últimos años de su vida cuidando del césped del estadio donde vivió uno de sus momentos más amargos, Maracaná.
El Levante UD
presentó la semana pasada a su nuevo portero, el costarricense Keylor Navas,
que el año pasado militó en el Albacete, en segunda división. Pero no es el
primer cancerbero de Costa Rica que defiende una portería de primera en España.
Precisamente, en las mismas tierras manchegas donde se ha dado a conocer Navas,
aterrizó Luis Gabelo Conejo para deslumbrar a sus aficionados. En 1990, después de
una amplia carrera en el fútbol de su país, en el AD Ramonense y el Club Sport
Cartaginés, Conejo, a sus 30 años, tenía su primera gran oportunidad para darse
a conocer en el panorama futbolístico internacional. La selección de Costa Rica
se había clasificado por primera vez en su historia para la fase final de un
Mundial, el de Italia, y él era una de las claves de aquel equipo. Sus rivales
de grupo serían Escocia, Brasil y Suecia, y se suponía que sería la cenicienta
del grupo y que, por tanto, su andadura sería corta. Pero no fue así.
En su debut, los
“ticos” y sobre todo Conejo sorprendieron con una victoria ante Escocia en
Génova. El guardameta mantuvo el orden de su defensa, consolidó su envergadura
con un gran dominio del juego aéreo ante los altos jugadores escoceses e
incluso mostró su dote de reflejos con algunas intervenciones casi prodigiosas.
Esta actuación le valió a los suyos para debutar en un Mundial con una victoria
y con la portería a cero.
Cinco días después,
la lógica se impuso y Costa Rica cayó ante Brasil por 1-0, no sin hacer sufrir
a toda una selección cuya delantera estaba formada por Careca y Muller, y en
cuyo banquillo esperaban nada más y nada menos que Bebeto y Romario. En la
última jornada de la fase de grupos, el conjunto centroamericano logró darle la
vuelta al marcador ante una decepcionante Suecia (2-1) y clasificarse, de forma
histórica, para octavos de final. Sin embargo, Conejo sufrió un golpe en su
gemelo, se lesionó y se vio obligado a perderse la eliminatoria ante
Checoslovaquia, que dejaría en la cuneta a su equipo (4-1).
Su gran actuación
mundialista, con sólo dos goles encajados en tres partidos, le sirvió para dar
el salto a Europa. Pese a que mantuvo contactos con el Torino italiano, acabó
en la segunda división española, en el Albacete. Pero había sido engañado. Él
creía que iba a un equipo filial del Real Madrid, y los manchegos no lo eran.
De pronto, se vio en un equipo recién ascendido a segunda, que a priori iba a
luchar por la permanencia. Sin embargo, de la mano de Benito Floro, no sólo se
salvó sino que obró el milagro de ascender a la máxima categoría del fútbol
español por primera vez en su historia. Era un nuevo hito en la carrera de Conejo,
que se culminaría con tres temporadas en primera, en las que fue uno de los
símbolos de aquel “Queso mecánico” que estuvo a punto de clasificarse para
competiciones europeas.
Ahora, veinte años
después del debut del primer portero costarricense que ha tenido la liga
española, Keylor Navas tomará la alternativa en el Levante. Los primeros pasos
los dio Conejo. Si consigue seguirlos, a buen seguro que tendría éxito. Pero no
es una tarea fácil. http://www.plus.es/videos/Futbol/Fiebre-Maldini-Conejo-manos-Costa-Rica/20090202pluutmftb_8/Ves/">http://www.plus.es/videos/Futbol/Fiebre-Maldini-Conejo-manos-Costa-Rica/20090202pluutmftb_8/Ves/
Todo el que haya sido portero he tenido que responder por lo
menos una vez a esta pregunta: ¿por qué te hiciste portero? Y cada uno guarda
una historia detrás, que es la que le ha marcado para ocupar una demarcación
tan especial dentro del terreno de juego. Cuando apenas levantaba poco más de un metro del suelo ya empezaba a disfrutar del balón en el colegio, la playa, el parque… incluso en el pasillo de casa con una pelota de trapo. Cualquier sitio con apenas espacio
y algo que hiciera de esférico, aunque no era necesario ni que fuera redondo,
servía de excusa para poder jugar. Pero aún no me imaginaba que lo que más me
gustaría sería estar bajo los palos de la portería. En una ocasión, con tan solo seis años, en el colegio me
tocó ponerme de portero… y no es que me apeteciera mucho en aquel momento. La
portería era una pared; los postes, dos pilares que sobresalían ligeramente; el
larguero, digamos que se sostenía en aquella magnífica frase de “ha sido alta”.
El suelo era de cemento, nada apropiado para lanzarse al suelo. No era el mejor
escenario para estrenarse como cancerbero. Sin embargo, chutaron dos balones
complicados, y me lancé sin miedo a pararlos, y tuve éxito en mi labor. La
alegría de mis amigos por conseguir tal hazaña me hizo crecer en autoestima hasta
límites insospechados. Me sentí un pequeño héroe, un gigante de tan sólo poco
más de un metro y veinte centímetros.
Fue la primera vez que sentí que quería ser portero. Pero no
ponerme en la portería, sino ser portero. Con todas sus consecuencias. Aunque
haya tenido que pasar por insufribles campos de tierra con los costados
hinchados de tanto tirarme al suelo. Aunque haya sufrido goleadas de rivales
muy superiores que han hecho que una y otra vez recogiera el balón de la red.
Aunque sepa que es muy difícil que pueda saborear las mieles de marcar un gol.
Aunque mi tarea en algunas ocasiones sea recibir un doloroso balonazo allá
donde pueda ser más doloroso. Pese a todo ello y mucho más, me vale la pena.
Porque parar ese balón que quiere besar las mallas y conseguir así el suspiro de
tus compañeros es una sensación única. Y veinte años después, para mí, sigue
siéndolo.
Justo entre Barcelona y Tarragona, 46 kilómetros al sur de
la primera y 44 al norte de la segunda, se encuentra Vilanova i la Geltrú. Y
entre sus alrededor de 60.000 habitantes hay un pequeño club de fútbol, el
Margatània FC… que cuenta en uno de sus equipos con una de las historias más
particulares de toda Europa. Su prebenjamín, compuesto por niños de 6 y 7 años,
ha completado la temporada con sólo un gol a favor, y 271 en contra. Muchos
pensarán en el solitario tanto que han marcado… pero, ¿qué hay de los 271
recibidos? Para poder encajarlos y aguantar toda la temporada así… está claro
que hay que querer ser portero.
El cancerbero del Margatània FC es Haritz, y con su camiseta
de color naranja, sus guantes rojos y blancos y su pantalón largo y oscuro,
durante el último año ha tratado de que su equipo reciba el menor número de
goles posibles. En su mejor día fueron once, según define su entrenador. El
peor, nada más y nada menos que 27. No obstante, su rostro sigue reflejando
ilusión por defender sus colores y, sobre todo, su condición de guardameta.
“Pues mira, un dia vaig anar al meu terreno que tinc i vaig descubrir
aleshores la porteria i el ser porter. Algunes vegades no la agafo amb les
mans, però algunes vegades m’en recordó i la agafe amb les mans. Però no em fa
por la pilota. Lo que m’agrada és parar-me les pilotes i ja està. Sí, tinc
molta feina”. (“Pues mira, un día fui al terreno que tengo y descubrí
entonces la portería y el ser portero. Algunas veces no la cojo con las manos,
pero algunas veces me acuerdo y la cojo con las manos. Pero no me da miedo la
pelota. Lo que me gusta es paras las pelotas y ya está. Sí, tengo mucha faena”.)
Así lo explica Haritz, entre la resignación de quien sabe
que recoger el balón de sus mallas es una rutina, y el orgullo de quien se siente alguien especial en el equipo: el portero.
En fin, Haritz, pese a esos 271 goles encajados, es todo un
ejemplo. l'equip petit from el cangrejo on Vimeo.
Los inicios en la carrera de Iker Casillas ya quedaron
marcados por responder de la manera más eficiente en los momentos claves. Su
futuro profesional no iba a ser menos, y su magnífica respuesta a las
oportunidades inesperadas que se le presentaron después le alzaron hasta lo que
es ahora.
El año 1999 supuso el gran primer salto de Iker Casillas.
Después de haber participado en la victoria en el Mundial sub-20 en Nigeria,
tendría su primera gran oportunidad en el Real Madrid. El 12 de septiembre el conjunto
merengue visitaba San Mamés para enfrentarse al Athletic de Bilbao. La lesión
de Bodo Illgner en el calentamiento provocó que John Benjamin Toshack alineara
como titular al de Móstoles. El encuentro acabó con empate a dos, Casillas no
tuvo su mejor partido e incluso se le pudo achacar que podía haber hecho algo
más en el gol de Julen Guerrero de falta directa, por el palo que cubría el
cancerbero. Para ayudarle a aguantar la presión de su debut, el capitán
Fernando Hierro se encargó de realizar los saques de puerta. Aún así, y pese a
los nervios, demostró una buena dote de reflejos.
Cuando en los siguientes partidos, Toshack dio la
alternativa al argentino Albano Bizarri en la portería, parecía que el futuro
de Casillas en el equipo blanco podría quedarse en agua de borrajas. Pero el 17
de noviembre de ese mismo año se dio un nuevo giro. Lorenzo Sanz, presidente
del club, destituyó a Toshack por los malos resultados de un equipo que debía
aspirar a todo y en la jornada 11 iba octavo, y por unas polémicas
declaraciones en que señalaba que antes que él rectificara pasaría un “cerdo volando por encima del Bernabéu”. Precisamente, uno de los jugadores que estaba
siendo más criticado era Bizarri. Vicente del Bosque, técnico de la casa, se
hizo cargo del equipo, y aunque al principio contó con el argentino en la
portería… acabó relevándolo por Iker, al que conocía por su formación en la
cantera madridista.
Casillas respondió a esa confianza y se ganó la titularidad
a sus 18 años mostrando sus espectaculares reflejos, sobre todo en los mano a
mano, y se ganó al aprecio de su afición. No sólo eso, cuajó una temporada
magnífica con 26 goles encajados en 27 partidos jugados, y ganó con su equipo
la Liga de Campeones. Es más, fue convocado por José Antonio Camacho como
tercer portero de la selección española para la Eurocopa de Bélgica y Holanda,
y debutó junto a Gerard en un amistoso ante Suecia en Estocolmo, donde el
combinado español empató a uno.
En poco menos de un año, Iker había pasado de estar jugando
un Mundial sub-20 y de ser una joven promesa del fútbol español, a ser el
portero titular del Real Madrid, ganar la Liga de Campeones e ir convocado con
la selección a la Eurocopa. Sin duda, las circunstancias y su preparación
habían jugado a su favor.